Conquistando Jordania
A Jordania, al principio, pensé en llevarle flores. Pero tenía novio. ¿Cómo iba a llevarle flores? Hubiera sido horrible. Todos se hubieran reído de mí. Ella se hubiera reído de mí. Yo acaba de salir de una relación muy larga, tormentosa, así que me sentía mierda y enano. Pensamientos como ése eran normales, cosas anticuadas que yo jamás haría. Porque supongo que el sentimiento que acompañó aquella ruptura tuvo que ver con esas horribles ideas. Pero un día me armé de valor y caminé directo de la cafetería al centro del patio de la facultad, donde estaba Jordania. Algunos amigos y yo planeábamos la diagramación de una revista obscena.
Me puse de pie en un arranque de sobriedad y extrema lucidez. A decir verdad, con Jordania yo nunca había hablado, y de seguro por eso sentía una especie de misticismo en todo aquello. No había ningún hecho concreto ni algún indicio que me hiciera pensar en que algo podría pasar entre nosotros dos. Las ideas de hablarle terminaron aquella mañana en el que me puse de pie, fui donde ella y le dije:
- Hola.
Y ella me dijo:
- Hola.
Parecía que todos en la universidad nos miraban. Supongo que fue un mal momento, porque Jordania estaba con un montón de amigas que hablaban de no sé de qué cosas, y meterme en la conversación hubiera sido cojudo, porque no me gustan las conversaciones que tienen las chicas.
Jordania es menuda, más baja que yo, de tez blanca, siempre se viste bien, o mejor dicho, me gusta como se viste, a veces de negro, a veces no. Yo en cambio soy un tipo de facciones toscas, la barba me crece por partes en la cara y mi pelo es largo y suele amontonarse en mi espalda. Aquella vez yo estaba terriblemente vestido, con un buzo color plomo y una casaca delgada y vieja que se me caía a pedazos. Había ido muy temprano, por la mañana, a la universidad, y me había tenido que quedar coordinando lo de la revista, así que ni siquiera me había duchado, y pude haber sido el chico del comercial de Neko loción al que un amigo le dice:
- ¿No será por el brillo de tu cara? -Y traté de no pensar en el muy posible rechazo, en que Jordania tenía novio, en la larga y tormentosa relación por la que acaba de pasar. Finalmente Jordania me lanzó una especie de salvavidas. Me miró con una sonrisa que puede muy bien haber sido imaginación mía.
- Una amiga se ha hecho un piercing aquí -me dijo Jordania, enseñando la membrana de debajo de la lengua.
- Qué jarcor -le dije.
Me sentí reducido a una existencia plana. Me dio mucho sueño. Las cosas las empecé a ver como cubiertas por un manto de neblina transparente. Hacía frío y todos andaban bien abrigados. En la cafetería los chicos con los que iba a hacer la revista discutían acaloradamente un aspecto clave en lo que vendría a ser el panfleto que repartiríamos. Miré mi teléfono celular para ver la hora. En la pantalla alguien había escrito “cobarde”.
- Jordania -le dije-, tu nombre es el de una zona de conflicto bélico...
Sus amigas se habían dispersado un poco. Habían pasado, digamos, un par de minutos de absoluto silencio. La mañana se disolvía con el día y las gotas de lluvia de la madrugada eran ahora pozos donde se había amontonado el agua.
- Me llamo Jordana, no Jordania.
Ahí estaba yo, agotando oportunidades con Jordana.
- Soy un imbécil -concluí una semana después, cuando un infiltrado estudiantil me tomó del brazo conduciéndome al edificio de disciplina. Me quitó los panfletos. Nos habíamos demorado en imprimirlos más que en redactarlos, las quejas eran claras, cometí el error de repartirlos alegremente, cuando este tipo con camisa a rayas me tomó del brazo y me separó de los demás. Durante el trayecto no dejé de preguntarle:
- ¿A dónde me llevas? No sabes. Tú sólo acatas órdenes -mientras hablaba, me las ingeniaba para tocarme la cabeza, señalando la sien-. El problema es que la estructura de esta universidad es vertical, nadie puede decir nada contra el sistema...
Esperando a ser interrogado no pensé mucho en la chica con la que había terminado, y tampoco pensé en Jordana, ni en enviarle flores, ni en nada. La pantalla de mi teléfono celular me decía “estúpido”. Después de todo ¿qué podía hacer yo para salir con Jordana? Una nube de humo transparente se metió a mi cabeza cuando entré al interrogatorio. Todas las preguntas circulaban en lo mismo: ¿quién escribió el volante? ¿cuántos están metidos en esto? ¿quienes van de camellos? ¿con quién fumas? Todas eran preguntas a las que yo contestaba con un “preferiría no dar nombres” estúpido. Al final, tuve que decirles quienes eran. Al rato estaba otra vez afuera. Los amigos con los que había hecho el volante no tardaron en caer. Los contemplé llegar uno por uno, algunos negaban su participación en el asunto y otros aceptaban la culpa.
Unas semanas después me encontré con Jordana en San Borja. No tardó en sonreírme y nos detuvimos a conversar. No pasó mucho tiempo hasta que Jordana y yo salimos al cine. Caminamos por los parques y hacemos todas las cosas que suelo hacer cuando salgo con una chica. Salimos un fin de semana y nos besamos. Al final de la noche, ella me comenta algo despectivo sobre su novio y yo pienso en que intenta decirme algo. Claro que todo es un gran engaño. La dejo en su casa. Con el pasar de los días dejo de llamarla. Todo se parece a un barco que se hunde. Así que prefiero no decirle nada cuando me la encuentro caminando por San Borja, y me alejo de ella lo más rápido que puedo.
975 p.
Mayo ¿? 2006
A Jordania, al principio, pensé en llevarle flores. Pero tenía novio. ¿Cómo iba a llevarle flores? Hubiera sido horrible. Todos se hubieran reído de mí. Ella se hubiera reído de mí. Yo acaba de salir de una relación muy larga, tormentosa, así que me sentía mierda y enano. Pensamientos como ése eran normales, cosas anticuadas que yo jamás haría. Porque supongo que el sentimiento que acompañó aquella ruptura tuvo que ver con esas horribles ideas. Pero un día me armé de valor y caminé directo de la cafetería al centro del patio de la facultad, donde estaba Jordania. Algunos amigos y yo planeábamos la diagramación de una revista obscena.
Me puse de pie en un arranque de sobriedad y extrema lucidez. A decir verdad, con Jordania yo nunca había hablado, y de seguro por eso sentía una especie de misticismo en todo aquello. No había ningún hecho concreto ni algún indicio que me hiciera pensar en que algo podría pasar entre nosotros dos. Las ideas de hablarle terminaron aquella mañana en el que me puse de pie, fui donde ella y le dije:
- Hola.
Y ella me dijo:
- Hola.
Parecía que todos en la universidad nos miraban. Supongo que fue un mal momento, porque Jordania estaba con un montón de amigas que hablaban de no sé de qué cosas, y meterme en la conversación hubiera sido cojudo, porque no me gustan las conversaciones que tienen las chicas.
Jordania es menuda, más baja que yo, de tez blanca, siempre se viste bien, o mejor dicho, me gusta como se viste, a veces de negro, a veces no. Yo en cambio soy un tipo de facciones toscas, la barba me crece por partes en la cara y mi pelo es largo y suele amontonarse en mi espalda. Aquella vez yo estaba terriblemente vestido, con un buzo color plomo y una casaca delgada y vieja que se me caía a pedazos. Había ido muy temprano, por la mañana, a la universidad, y me había tenido que quedar coordinando lo de la revista, así que ni siquiera me había duchado, y pude haber sido el chico del comercial de Neko loción al que un amigo le dice:
- ¿No será por el brillo de tu cara? -Y traté de no pensar en el muy posible rechazo, en que Jordania tenía novio, en la larga y tormentosa relación por la que acaba de pasar. Finalmente Jordania me lanzó una especie de salvavidas. Me miró con una sonrisa que puede muy bien haber sido imaginación mía.
- Una amiga se ha hecho un piercing aquí -me dijo Jordania, enseñando la membrana de debajo de la lengua.
- Qué jarcor -le dije.
Me sentí reducido a una existencia plana. Me dio mucho sueño. Las cosas las empecé a ver como cubiertas por un manto de neblina transparente. Hacía frío y todos andaban bien abrigados. En la cafetería los chicos con los que iba a hacer la revista discutían acaloradamente un aspecto clave en lo que vendría a ser el panfleto que repartiríamos. Miré mi teléfono celular para ver la hora. En la pantalla alguien había escrito “cobarde”.
- Jordania -le dije-, tu nombre es el de una zona de conflicto bélico...
Sus amigas se habían dispersado un poco. Habían pasado, digamos, un par de minutos de absoluto silencio. La mañana se disolvía con el día y las gotas de lluvia de la madrugada eran ahora pozos donde se había amontonado el agua.
- Me llamo Jordana, no Jordania.
Ahí estaba yo, agotando oportunidades con Jordana.
- Soy un imbécil -concluí una semana después, cuando un infiltrado estudiantil me tomó del brazo conduciéndome al edificio de disciplina. Me quitó los panfletos. Nos habíamos demorado en imprimirlos más que en redactarlos, las quejas eran claras, cometí el error de repartirlos alegremente, cuando este tipo con camisa a rayas me tomó del brazo y me separó de los demás. Durante el trayecto no dejé de preguntarle:
- ¿A dónde me llevas? No sabes. Tú sólo acatas órdenes -mientras hablaba, me las ingeniaba para tocarme la cabeza, señalando la sien-. El problema es que la estructura de esta universidad es vertical, nadie puede decir nada contra el sistema...
Esperando a ser interrogado no pensé mucho en la chica con la que había terminado, y tampoco pensé en Jordana, ni en enviarle flores, ni en nada. La pantalla de mi teléfono celular me decía “estúpido”. Después de todo ¿qué podía hacer yo para salir con Jordana? Una nube de humo transparente se metió a mi cabeza cuando entré al interrogatorio. Todas las preguntas circulaban en lo mismo: ¿quién escribió el volante? ¿cuántos están metidos en esto? ¿quienes van de camellos? ¿con quién fumas? Todas eran preguntas a las que yo contestaba con un “preferiría no dar nombres” estúpido. Al final, tuve que decirles quienes eran. Al rato estaba otra vez afuera. Los amigos con los que había hecho el volante no tardaron en caer. Los contemplé llegar uno por uno, algunos negaban su participación en el asunto y otros aceptaban la culpa.
Unas semanas después me encontré con Jordana en San Borja. No tardó en sonreírme y nos detuvimos a conversar. No pasó mucho tiempo hasta que Jordana y yo salimos al cine. Caminamos por los parques y hacemos todas las cosas que suelo hacer cuando salgo con una chica. Salimos un fin de semana y nos besamos. Al final de la noche, ella me comenta algo despectivo sobre su novio y yo pienso en que intenta decirme algo. Claro que todo es un gran engaño. La dejo en su casa. Con el pasar de los días dejo de llamarla. Todo se parece a un barco que se hunde. Así que prefiero no decirle nada cuando me la encuentro caminando por San Borja, y me alejo de ella lo más rápido que puedo.
975 p.
Mayo ¿? 2006
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